Ser Músico

–Y usted, ¿por qué no se dedicó a la música?

–Uy, es que esa pregunta es muy personal. Por frustración, por inseguridad, por creerme muy poco, por pánico escénico, por falta de apoyo quizás.

–Pero ¿no es que su abuelo era talentoso director de orquesta, aquél, el de los “Wilson’s Boys” y que hacía los arreglos de todos los instrumentos? Que sus tíos tocaban acordeón, que todos sus primos son guitarristas o cantantes, que su tata le hacía al órgano y era fan de las Big Bands y su hermano se destacó con la guitarra eléctrica en la escena rockera de este país, en fin, músicos.

–Pues yo de la profesión no sé mucho. Solo sé que se trae en las venas. Que sin música no existo, no vibro, no soy. Que me elevo, que trasciendo las fronteras de los idiomas, de los instrumentos, de las notas cuando escucho alguna melodía. Porque la música en sí, ya es un idioma, ¿sabía?

–Pues claro, si acaso se necesita saber qué dicen todas las canciones para tararearlas o bailarlas. ¡La música se siente, y punto!

–A mi me decía mi mamá que no quería verme ganándome la vida en bares y cantinas. Como si la música viviera solo en lugares oscuros, de pecado, donde viven también los desalmados. Que mejor dejara la guitarra y esas necedades como hobby, que eso no hace plata ni amigos, que una señorita no puede andar mezclándose con músicos. Como si me fueran a contagiar de algo peligroso pensé.


Y yo, a la que tanto interrogaban sobre la profesión y mis antepasados, me sentía viva gracias a ella. En los momentos más solos de adolescencia ansiosa, de gritos y miedos, mi guitarra estaba ahí, siempre conmigo. En los ratos bajitos, negros, ausentes de todos los colores, mi guitarra estaba ahí. La abrazaba, rasgaba cada una de sus tilintes cuerdas y de pronto todo estaba mejor. –Mi, si, sol, re, la, mi… y el mundo se componía.


Las navidades siempre fueron abundantes en casa. Decenas de regalos, siempre al pie del árbol, se acumulaban a como se aproximaba el veinticinco. Pero esa noche buena del año ochenta y siete en específico, traía una sorpresa excepcional: un pequeño teclado Casio PT-87, color gris oscuro, con un único casette incluido. Treinta y dos pequeñas teclas, sonidos que imitaban trompetas, clarinetes, violines y hasta flautas; ritmos de rock, samba, bossa nova y vals, y una línea de luces brillantes para seguir y dominar fácilmente los “tracks” que venían incluidos. 


Este pequeño teclado se ganó mi corazón y fue también mi fiel amigo, quien me cantaba y arrullaba de noche. Aprendí de memoria cada una de las notas de sus canciones. Y nunca me aburrirá escuchar de nuevo mi favorita: Autum leaves. 


Muchos instrumentos pasaron por mis manos: una harmónica comprada en Bansbach, maracas traídas de Cuba, el saxofón de la banda del cole, un güiro del Perú, castañuelas que cruzaron el charco desde España, una Calimba que vino de los Estados Unidos, un palo de lluvia que viajó desde México y mi querida guitarra de Aristides Guzmán. ¡Qué belleza tantos sonidos distintos, cómo llena tanta armonía!


–Pues como le digo, no es que no quise, es que no se dio. Eso de ser mujer y músico en esta finquita a la que llamamos Costa Rica no daba buena espina. Al rato y hasta mejor me fue dedicándome a otras ramas del arte: el dibujo, el diseño, la comunicación, la escritura. Pero sí le confieso que tengo un huequito guardado en el corazón para todas esas notas que llegan profundo y encuentran casa aquí dentro.

–La entiendo. Pues que no se le apaguen las ganas de seguir aprendiendo sobre instrumentos nuevos. ¿Quién quita y al rato, en unos años, le da por retomar la magia de la música?

–¿Quién quita? Tal vez, tal vez.






Comentarios

Entradas populares de este blog

Canto

Autorretrato